Advertencia: Relato de temática shonen-ai [hombre x hombre], incesto.EMAR: Elías y Martín.
Siete de la mañana, el reloj ya te despertó, casi te desplomas en el suelo ya que te has enredado en las sábanas. El seguro de la puerta impidió que salieras con tanta presteza, un cabezazo, tal vez un golpe en la nariz, sí… eso fue justamente lo que sucedió.
Tras los remilgos sigues apurado. Ahora la ducha te da la bienvenida – Ahgg… - lástima… el gas se ha acabado, tendrás que aguantarte, ¿no?
Tiritando, con los músculos agarrotados llegas de mala gana a la habitación, envuelto en una toalla grande que pende de tu cintura, tan delgada… como el resto de tu cuerpo.
El agua salta en todas direcciones cuando sacudes la cabeza, un perro habría parecido incluso más atractivo en ese momento, mas… el panorama mejora con el transcurso de los sucesos. La toalla ha caído al suelo y… Aleluya…
La ropa se ciñe tan bien a ese cuerpo, pero nadie entorno a ti se encuentra con el fin de atestiguar lo que el narrador ha dicho. No importa, nunca te has sentido espectacular, tal vez no lo eres… no todo el tiempo. Todos tenemos nuestros buenos momentos, lástima que nadie esté para notarlo en el instante preciso, ¿cierto?
Llegas a clases, corres tras ese profesor molesto que no te ha dado más tiempo con el fin de terminar de escribir la última respuesta en el examen que rindes, luego… escuchas a tus compañeros, todos felices comparando respuestas – ¡Mierda! – en silencio te sientas en tu puesto y reniegas. Tus respuestas no son ni medianamente parecidas a las de ellos.
Cuatro de la tarde, caminas directo a casa, de manera un tanto retraída, con los pies a la rastra. La clase de deporte no es de mucha ayuda, no para ti, no te gusta correr y luego tener que caminar todo el trayecto hasta lo que llamas hogar. Siempre te han dicho que eres flojo, pero ¿qué se le puede hacer cuando el cuerpo ya no te da para más?
Por suerte esta vez no echaste la llave a la mochila, sino que la llevabas justo en tu bolsillo. Giró la misma en la cerradura y luego se escuchó a la puerta gimotear cuando fue abierta. Bostezaste ampliamente, sabiéndote a sola. Nadie a esas horas estaba en casa.
Por lo que sólo cerraste la puerta y dejaste caer lo que pendía de tu hombro. Extenuado dejaste que tu cuerpo se desplomara sobre el sillón y luego… silencio. Paz interior, ya no había más gritos ni molestias, sólo el sonido de tu respiración. Luego… nada… dormir.
Aquel se quitó los zapatos y anduvo descalzo en la sala, alegando mentalmente en contra del menor, estaba cansado de que sólo hiciera desastres, que dejase todo tirado por donde pasaba. Llegó al cuarto del chico, mas no le encontró, lanzó la mochila sobre la cama y se fue nuevamente hasta la cocina, allí abrió un paquete de fideos precocidos y los vertió en una cacerola para echarle la cantidad de agua necesaria y se perdió por el pasillo una vez más.
Mechones de cabello brotando por el borde del respaldo del sillón llamaron su atención, su visión agudizó mientras se acercaba y así mismo se alzó por sobre aquel que yacía tan cómodo, tan relajado.
Visión que le agradaba, desde la primera vez que le había visto. No pudo evitar relamer esos labios finos, los propios. Tentado estaba a tocar la dermis contigua, la mano quiso intentarlo mas… fuerza extraña le detuvo.
Esa piel tan tersa, esos labios pálidamente rosáceos, así como la fina nariz que ostentaba a un costado un diminuto lunar le provocaban demasiado. Sopló algunos mechones y luego se inclinó para susurrar en su oído – Deja que te observe… no despiertes aún… - casi emborrachado al sentir el aroma de su piel.
Nadie lo sabría, nadie notaría la forma en que él gustaba de su hermano menor.
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