A estas alturas ya está pasando buen momento con el sacerdote.
Ojos en una fina línea mientras los globos oculares centelleaban humedecidos por el placer que acababa de recorrer cada una de las ramificaciones nerviosas a lo largo de su humanidad –que no era pequeña- miraba a su contraparte con fe ciega de que éste lo estuviese pasando tan bien como él mismo, no obstante, al ver su cuerpo tan ávido de contacto, incluso buscando que le rozara, como se encimaba sobre su torso y acariciaba sus costados. Vamos, que el hombre pelirrojo pensaba que el otro deseaba acariciarle el brazo y que debido a los músculos tensos terminaba por arañarle la piel, no le importó mucho que en esos movimientos lentos como fuertes se llevara rastros de su piel bajo las uñas. Acarició su frente con las mejillas, la nariz y lamió sus labios hasta llegar al cuello donde puso especial atención. Le gustaba, de la manera más impúdica, sucia y lasciva que pudiese haber creído. Tal vez debido a su origen casto o a su personalidad arrolladora, y que ahora se presentara tan entregado, incluso débil. A expensas de sus propios movimientos, de sus deseos más retorcidos.
Ahhh… si sólo pudiese besarlo, no, no debía ser tan mísero y pensar en cosas como esas cuando le tenía por completo, como un muñequito al que podía si quería arrancarle los brazos y ponérselos de piernas. Cuando sintió el cuerpo del otro arrastrarse por sus muslos una nueva oleada de placer invadió su ser, sus manos prestas cogieron esas nalgas y las apretaron como si desearan sacar cada una de las gotas de sangre de la carnosidad del delgado inquisidor. Una dentellada en su hombro dio para calmarle y luego rugió como animal antes de deslizar los dedos por la separación de sus nalgas hasta que los dedos terminaron cansados de dar masajes a la diminuta entrada que obviamente no tenía ni ideas de lo que se hacía con ella aparte de usarla como conducto de desahogo del cuerpo.
Resbaló la pesada lengua por su cuello largo como frágil antes de que los dedos cogiesen pequeñísimo pliego de piel en sus testículos, halara de él arrastrando el pene del rubio para que se frotara desinhibido contra su propia semi erección, claro, su pene ya comenzaba a perder la rigidez, aunque el tener al otro encimado y como una putita en busca de que le mancillaran hasta el alma le hacía pensar que pronto volvería a tener una nueva erección, tal vez mucho más dura y dolorosa que la antecesora.
Respiró caliente sobre ese torso en busca del diminuto pezón que parecía invitarlo a disfrutar de la delicadeza del cuerpo contiguo, empero compañero agotado de tanta complacencia fue en retroceso obligando a esas nalgas resbalar por la pierna hasta que la erección rozó como en un último beso la rodilla del gigantón – uhm… - caliente, necesitado, con el cuerpo sudoroso y perlado. Le miró como se movía, como avanzaba lento y trémulo sacudiendo las nalgas de un costado a otro y la verga entre los dedos a la vez que solicitaba de algo de bebida.
Paladeó la lengua en el interior de la boca como si rememorase los segundos anteriores y así se agarró firme los testículos para darse la porfía de la última caricia en su cuerpo.
Plantó la palma de la mano a uno de los costados del sillón para ponerse de pie y sin siquiera cubrir su cuerpo avanzó tras… las nalgas rojizas de su compañero, así se le acercó por la espalda para rozar con la cabeza de su pene entre las nalgas del más bajo mientras él ya dejaba correr su lengua espesa por los hombros del más joven. Encorvado como pudo para alcanzar ambas partes sin trastabillar o perder el equilibrio, prensó las nalgas del religioso para ver como su verga se paseaba entre esas ancas rebosantes en carnosidad. La saliva discurrió por las comisuras de los labios y no pudo evitar que la misma resbalara por el hombro del de pálida piel, que se deslizara por su espalda a modo de cimiente espeso y pegajoso.
Uno de los brazos alargó sin siquiera mirar mientras el cuerpo prensaba la pelvis adyacente contra el borde de la mesa. Tanteó por sobre el mantel dando vuelta alguna de las copas y platos, botellas, hasta hallar una que tuviese suficiente peso como para estimar llena. Separó su boca del cuello contrario para allegar la botella hasta sus fauces y descorcharla de manera bruta, tosca, así el vino resbaló por la piel de su invitado. Con la mano contraria tomó su mentón y vació un hilo fino sobre sus labios – Beba todo lo que desee su merced… - susurró, embriagado en el deseo de tener un cuerpo tan pulcro, tan pálido junto a él que era todo lo contrario.
El primer empujón de su verga contra esos muslos y ya que tenía las piernas inclinadas, no llegó a penetrar, el pene resbaló en descenso para pasar por entre las nalgas del más delgado, el vino en tanto ya se desbordaba de la boca del deseado.
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