Estaba escribiendo sobre cuentas, detallaba la cantidad de esclavos que habían llegado las últimas horas, la proveniencia de los mismos y sus características. Así mismo contrastaba la cantidad de mujeres, de niños y niñas con la de los hombres fuertes que debía mantener preparados para cuando les requiriera algún cliente de recursos cuantiosos.
Débil llama de una vela se mecía con cada vaivén del aire que ingresaba por las rendijas de la vivienda donde se encontraba. No es que el hombre viviese en un gran castillo, tampoco en una residencia que destacara por su opulencia. Más bien parecía una barraca donde un cuarto pequeño era lo más ostentoso que podía poseer, el resto de aquella siniestra morada estaba llena de grilletes de los cuales pendían los cuerpos semi desnudos de los mulatos, de hombres, mujeres, niños y niñas tan delgados que fácilmente se podían contar sus costillas, las vértebras de sus columnas.
Y el murmullo de sus lamentos era lo que permitía el descanso de tan “noble” señor. No de cuna, sino de las mismos títulos que él se daba.
La pluma siguió viajando a través de la hoja de papel que rugosa se extendía como manto sobre la mesa. Una mano a penas cerrada ejercía presión al extremo norte mientras la contraria se ocupaba de hacer lo suyo sobre la hoja a medida de que dibujaba con profundo recato cada una de las letras y números. Inspiró permitiendo al aire ir hasta el término de sus pulmones, en el acto aumentando el volumen de su torso, tan amplio y cubierto por esa tela blancuzca que en sus orillas se notaba amarillenta debido al transcurso de los años, como del uso que el dueño le daba.
Tan calmo se hallaba, que a veces se le olvidaba su oficio. Los días no eran lentos ni apabullantes, sólo una cadena de eventos que se suscitaban debido a lo que había escogido como trabajo para su vida. Por cierto, ninguna regalía. Vivía como cualquier otro, sólo que ni siquiera podía preocuparse de sí mismo, debía atender a las bestias que aún no comprendían la importancia de educarse lo más pronto en las labores que se les ocuparía.
Alzó la vista mientras su mano llevó a la pluma a bañarse de oscuro pigmento donde silenciosa descansaría. Barrió con su mirada la silla cercana y luego la pequeña vela que le acompañaba, los dedos toscos truncaron de pronto la exigua vida de aquella luminaria. Las puntas de los dígitos ahora habían apagado la llama y el aroma a cera se dispersaba en el ambiente.
Se levantó y caminó hasta la ventana para observar a los vecinos avanzar por la callejuela de barro, la noche anterior había llovido, el cielo ahora se mostraba más claro, no para su vivienda que casi siempre se presentaba lóbrega, exenta de todo gusto por la moda. Inclinó la mirada desviando su atención hasta la puerta contraria que fue allí hasta donde llegó. Giró la manilla de la misma y entonces se abrió dejando pasar los múltiples humores que los esclavos expelían, tosió un par de veces y luego cubrió su rostro con una tela clara con el fin de que aquellos pecados que escapaban de los cuerpos de los esclavos no dañaran su cuerpo por demás derruido.
Y les observó de cerca, deslizando los dedos gruesos y largos por los senos de las hembras, la sonrisa se intensificó. Tan suave, tan tersas, tan atractivas las mujeres que les provocaba azotar debido a los malos pensamientos que les obligaban a imaginar. Allí fue que cogió una de las fustas para golpear uno de sus costados obligándolas a gimotear de dolor y horror – Cantad a Yavéh un cántico nuevo – otro azote certero y dejaba cordón de sangre que se vertía por la nívea piel. Así siguió azotando una por una a las mujeres que mantenía encadenadas como animales dispuestos a la revisión de sus nuevos dueños.
Someterlos, eso debía hacer, de modo que aquellas recién llegadas comprendieran que con sólo una mirada debían correr, hacer cuanto el dueño les solicitara, para eso habían nacido.
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