viernes, 17 de septiembre de 2010

Alejandro (8)


Silencio reinante, asfixiante la mayor parte del tiempo, sólo quebrantado por tan deliciosa combinación de melódica entonación de la voz contraria. Eso le parecía. No por ello se dejaría a la liviandad de observarle sin más, sino que continuó con su meditación, su pensamiento sobre qué hacer en la situación que trajeran de la nada ante su presencia. El vivir alejado de su pequeño “reino” no le hacía gracia, ninguna en realidad. Dejar todo atrás por ir tras esas faldas muy a pesar de que no fueran las de una agraciada dama. No le parecía muy buen trueque, sin embargo, sabido era que la Iglesia cancelaba a justa hora, a pesar de que con el tiempo hacía menos cuantiosas las sumas de dinero. Eso era lo que refrenaba su espíritu aventurero.

Claro si fiar su destino debía, no había mejor que al Señor. Magnánimo y bravo ente que reconquistaría muy pronto sus derechos sobre las almas impías, camino más propio para un alma atormentada no había, el ayudar al sacerdote a la salvación de almas le encaminaría en la senda del bien. Deslizó el tosco pañuelo por su párpados en busca de secar algo si quiera parecido a lágrimas al momento de toser antes de llevarlo a buen recaudo, entre los pliegues del abrigo que no se quitaba ni por si acaso.

Acostumbrado a bruto comportamiento se percataba de la delicadeza del ser contrario, sus movimientos y miradas furtivas le entretenían como le ponían nervioso. Tal vez buscaba tentarle para hacer caer en pecado y a penas terminar el trabajo llevarlo a la tumba, tan silenciosa, tan límpida. Suspiró – Esclavos… - pensó, tampoco es que le interesase mucho sus vidas, después de todo, no era trabajo de la Iglesia preocuparse por almas, que en muchos casos ni conocían de la existencia del Padre – Uhm… - aún no lograba convencerle completamente si aquella empresa sería lo más apropiado para un hombre como él. Siempre viviendo en abyección profunda, una bestia ruin no osaba ni asistir a la Iglesia, de hecho, se lo tenían prohibido por tener a algunos esclavos moros en sus filas. Ahora que el mismísimo inquisidor había llegado a su residencia debería debatirse entre obligarles a hacerse católicos o de plano truncar sus vidas. Ni demente permitiría que por un puñado de simples esclavos, animales de bajo rango, tomasen la propia.

En cuanto el hombre habló sobre sus tierras no pudo evitar sobresaltarse, cómo pretender hacer ajeno lo único que poseía en ese mundo tan lleno de pobreza. Sonrió altivo para su interlocutor y entonces sus dedos entrelazó para avecinarse lo suficiente y mirarle pedante – Cuán amargo para mí es tener que rechazar la solicitud de deshacerme de mis bienes inmuebles – silbaba su voz entre los pliegues de los vendajes que tan bien hubo colocado en la mañana antes de su traje – Sabrá usted que poseo varios terrenos y muchos más esclavos, no obstante, muchos de ellos son de mi confianza – pues claro, esos mismos esclavos ya mayores a él que en un inicio le ayudaron a hacerse de la fortuna que poseía, no se desharía de ellos, por lo mismo les había dado un nombre nuevo y les permitía en secreto llevar su religión pagana, para el mundo aquellos no eran más que fieles creyentes de la religión católica y así seguirían pareciendo. Iban a misa a pesar de que a su amo le negaran la entrada, pues el sacerdote de la ciudad pensaba que debía salvar las almas de aquellos que han de habitar en el infierno terrenal – Debería confiar parte de mi fortuna a ellos, que con justo tesón prosiguieran con la transacción que se lleva a efecto en esta ciudad – por el bien propio por sobre el de los demás.

Y así la charla continuó mientras él observaba a tan buen acompañante, uno de los esclavos se hacía presente y hacía reverencia de rodillas pegando la frente en el suelo para dar la bienvenida al inquisidor, aún desconociendo los motivos que le traían. Un esclavo convertido y muy creyente que trataba por todos los medios de ayudar a sus pares. Una vez que se presentara ante ellos, así inclinado preguntaba si deseaban beber algo. Amago lento y firme el hombre de la casa ordenaba dos tazas, una para sí, de café y una de leche tibia para el religioso, supuso que aquello compondría su cansancio y le animaría un poco más para continuar con su charla. El hombre de color salía así inclinado para no observar sus rostros, temía al castigo que pudiese recibir si osaba por milisegundos observar sus orbes.

Sonrisa del invitado más llana e inspiradora, le reconfortó el alma y provocó sentimiento de vergüenza, no pudo evitar entrecerrar los orbes, de pronto daba gracias de llevar cubierto el rostro, pues sus facciones eran por completo reproche de cuanto se le acercara, de cuanto le hablara y le mirara. Empero las palabras de los compañeros de aquel inquisidor borraron todo atisbo de templanza y amabilidad, convirtiendo esa mirada en rabiosa y por completo abrumada – Muchas veces se juzga a los libros por la portada más que por el contenido – susurró molesto y sin poder evitar demostrarlo, así regresó hasta su asiento para cubrir una de sus piernas con uno de los bordes del cuero de ese tosco abrigo.

Mas todo parecía tan extraño, en vez de que el recién llegado se amedrentara por su comportamiento, parecía querer indagar más, incluso le pareció verle acercarse. Un momento, claro, había desprendido su cuerpo del respaldo del sillón donde tan cómodo había caído y ahora más cerca del anfitrión hablaba, tranquilo e incluso paternal, buscando razones para el mal obrar de sus pares.

Miró hacia un costado, sin poder contener una media sonrisa que sólo se representó por un leve entrecerrar de orbes - ¿Pecado? – le miró derecho a la cara – Sólo el pecado de haber nacido y no es que con eso me refiera a algún tipo de conversión, pues de infante, ya las primeras palabras fueron destinadas a Nuestro Padre – se persignó.

El esclavo entraba con una bandeja, acomodó las tazas cerca de aquellos y con un lechero de porcelana vertió tan albo riachuelo que salpicó en el pálido y delicado contenedor, así sin tocar siquiera los bordes de las tazas con sus dígitos, se retiró ofreciéndose para cualquier tipo de solicitud que deseasen formular.

Desvió la mirada, la tensión se sentía en el ambiente, supuso que siendo el contrario un religioso obraría igual que sus semejantes. Aún así, no pudo más que agregar – La razón de que así me llamen, es que llevo la marca de la bestia – entrecerró los ojos y muy lejos de acomodarse para beber de lo que tan bien aromatizado le sirvieran, alzó las manos para comenzar a desprender la tela de su rostro, dejando a libre albedrío la imagen siniestra. Sin dermis que recubriese sus labios y mejillas había nacido, por ende nadie le parecía que fuese buen ejemplar de católico, ningún humano que se enorgulleciera de ser católico traía marcas de nacimiento en su cuerpo. Por lo general, eran extirpadas a pronta edad, o tal vez sacrificados. Mas al ser su marca de tamañas proporciones no pudieron cubrirla con nada, tampoco asesinarlo era solución para mitigar el dolor de esos padres. Aquellos que después de años de sufrir por causa de haber traído al mundo al “hijo de Satán” no dudaron en deshacerse de él para limpiar sus arruinadas existencias.

- Dígame usted – El rostro en parte cadavérico le hablaba – ¿Es pecado el haber nacido así sin saber yo la razón de mi falta? – Cabía la enorme posibilidad de que el sacerdote arremetiera con toda la fuerza de la ley sobre él, que le condenara por nacer imperfecto ante los ojos de los hombres.

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