martes, 14 de septiembre de 2010

Alejandro (5)



Cual cortinas, los portones toscos de madera gruesa y nudosa se abrían, el chirriar de las bisagras enmohecidas y poco atendidas quedaba en evidencia, no obstante, el tumulto y su algarabía lograba acallar el sonido melódico de aquella entrada. Estruendo se escuchó cuando ambas hojas de esa puerta llegaron a los topes y fueron sostenidos por soportes gruesos de metal. Ya la gente se movía presurosa con el fin de encontrar antes al mejor de la selección escogida para aquella jornada. Y no es que todos los días tan afamado comerciante abriese sus puertas para exponer piezas del calibre que ahora se presenciaban.

A pesar de que los hombres intentasen organizar la entrada a la exposición, todos entraban cual tropel de animales selváticos, cuál de todos más agreste y menos entendido en cosas de dialéctica. A punta de empujones, codazos y zancadillas varias se hacían de los primeros lugares en busca del esclavo que cubriese sus necesidades, por ridículas que fuesen. Ya consumado extenuante lucha por los mejores ejemplares, se fue disipando el ambiente tan rudo y exento de etiqueta. El hombre alto sólo negaba con atisbos de burla. Tanto que le nombraban como animal o bestia, siendo que los ajenos se comportaban de manera mucho menos decorosa de lo que él realizaba sus tareas.

Entonces se acomodó a buena distancia de todos aquellos, una mesa bien dispuesta con el fin de llevar sus anotaciones, como la contabilidad de las monedas que pagarían por cada uno de los individuos a trocar. Obviamente, una carta donde se especificara el cambio de propietario, la fecha y estipulaciones sobre devoluciones. No era un hombre muy poco conocedor de su oficio, conocía muy bien la mentalidad de algunos de los clientes, por lo mismo les hacía firmar documentación desligándose de la salud de los esclavos luego de adquiridos.

El rechazo se hacía patente, llegaban a temblarle las rodillas a los que se acercaban a la mesa del pelirrojo, que a pesar de llevar el rostro a medias cubierto parecía provocarles desconfianza sólo por el tamaño descomunal de su anatomía, por la manera en que debía curvar la espalda para llegar a la mesa. O quizá culpable de aquellas miradas eran sus orbes, el pigmento de los mismos. Puesto que las pupilas eran claras, sonrosadas para mutar a tintes bermejos en horas de intranquilidad. Desvió la mirada hacia los contrarios, pues el aire se llenaba de esos rumores que despertaban curiosidad en el de cabellera roja cual marejada sangrienta.

Dos de los esclavos se le acercaban para informar que uno de los esclavos hubo mordido a un cliente, así que dejó encargado su tan buen dineral para avanzar en la dirección que le indicaba su personal. Debieron ver en su semblante escrita la molestia de tener que separarse de sus monedas, puesto que la gente, sin solicitarles nada, se abría dejándole paso al dueño de tan noble morada. Cadenas gruesas como pesadas sostuvo desde el lodo para alzar al hombre que yacía ya en el suelo con la boca ensangrentada debido a la ferocidad de su actuar, la sangre era del cliente que había osado propasarse con él – INSENSATO – la mano diestra barrió el aire para ir a dar un fuerte golpe que fue a parar al costado del hombre, éste cayó de bruces y escupió sangre. Y entonces le soltó de la nada, para girarse hacia el que había sido víctima y anterior victimario. Su mano extendió – Deberá pagar por el daño del esclavo –

“¿Pero cómo?, ¡si él fue quien me ha mordido!” Espetó furioso el cliente adolorido.

- Al bruto indócil aplicaré justo castigo – volvió a insistir con la mano en espera de la compensación financiera – No obstante, muy bien explicado en el poste está – uno de los postes gruesos tenía un gran cartel que decía no debían tocar a los esclavos a menos de que los compraran o sino pagar la cantidad adeudada por el daño en los mismos.

Y el hombre retrocedió para observar el cartel por quinceava vez, no pensaba cancelar, después de todo una de sus manos sangraba copiosamente, sentía que el que debía cancelar era el comerciante por tener a esos animales salvajes con tanta libertad que viniera y le mordiera a cualquiera que le quisiera tocar – Me rehúso a cancelar por algo que no he de llevar –

Así el violento tronar del suelo se escuchó cuando el hombre macizo y alto golpeó la tierra con uno de sus pies. No era posible que algo como eso se suscitara en su propia residencia, que alguien viniese a faltarle el respeto, primero tocando lo que él había indicado ni siquiera osar en hacer contacto físico y ahora negándose a cancelar por el dolor abdominal de su esclavo. Agarró del cuello al hombre de buenas vestimentas, tal vez era adinerado o familiar de la corona, daba igual. En tierras tan lejanas nadie interesaba más que el mismo dinero, el duro que caía en las alcancías del frenético comerciante. Así le separó lentamente del suelo mientras el otro sacudía las piernas dándole de a patadas en el vientre, en el torso, donde alcanzase – Repito… ¿Va a cancelar el importe por las molestias causadas en mi propiedad? – encerraba así grave pensamiento, oscuro quizá. Sólo se escuchó las vértebras del hombre castañear y le vieron quedarse tan quieto como un pequeño muñeco de trapo.

“S-sí… SÍ!” Masculló con el poco aire que tenía en los pulmones

Los dedos se abrieron y el cuerpo cayó con fuerza, un quejido se logró oír, todos los demás “invitados” de pie y en silencio sepulcral eran testigos de la tempestad creada en un vaso de agua. Así la mirada indomable del más alto de los hombres presentes fulminó a todo aquel que osara observarle a la cara. Corrieron la vista haciéndose los desentendidos, ahora comenzaban a pedir permiso para que los esclavos se mostrasen. Algunos de esos prisioneros sonrieron internamente, aún en el peor de sus días estaban siendo tratados como algo valioso, cosa que nunca en sus vidas había ocurrido. Luego se vería qué sería de sus existencias, en el momento disfrutarían de la pequeña grata emoción que un hombre desconocido como horrendo les otorgaba de la nada.

- Bien – Quebrantaba el silencio y sin emitir más palabras traspasó nuevamente la multitud. El distinguido cliente entonces, fue sostenido por dos de los que acompañaban en el trueque al señor de la casa, le arrastraban como vil mendigo hasta la mesa de recaudación. A la fuerza lo sentaron y revisaron sus ropas para sacar todo el dinero que llevaba en una bolsita y la dejaron a buen lado del pelirrojo.
“Mi… mi dinero” Pero no pudo ni extender la mano, un grueso machete golpeó la mesa roída y quedó allí varado, dando espectáculo a todo quien le mirase. La mano retrocedió temerosa y quedó serio tañendo su ira interna.

- Tiene suerte… - ronco hablaba, tomó el saquito y lo volteó en la mesa para calcular más o menos la cantidad de monedas – es justo lo que cobro por maltratar mi mercancía – Entonces se levantó para hacerle una reverencia excesiva y ridículamente sarcástica – El señor ya se retira… por favor indíquenle la salida – De esta manera el hombre fue cogido por los hombros de tan costosa chaqueta y fue lanzado en medio de la calle, estampado en una posa de lodo y sangre, quién sabe la suerte que correría puesto que los carruajes iban y venían.

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