lunes, 13 de septiembre de 2010

Alejandro (3)



Las hileras de esclavos comenzaban a organizarse en la playa, estaban empapados de pie a cabeza los más fuertes, les habían obligado a nadar hasta la orilla, los traían atados con grilletes desde el cuello, evitando así que se escaparan de su destino, incierto por lo demás. Los más jóvenes y las mujeres eran transportados en botes hasta la orilla y así poco a poco venían llegando todos. Los comerciantes se agolpaban en el mismo lugar en busca de la mejor selección, no obstante, todo quedaba sujeto al precio que hubiesen acordado con el hombre que les había capturado. Y puesto que el pelirrojo manipulaba bastante bien la situación con aquel, puesto que le debía algunos favores, entonces obtenía la mejor parte de la partida.

Obtuvo lo justo y necesario, tenían buena dentadura, hombres fuertes, mujeres jóvenes que servirían como sirvientas. Niños y niñas para aquellos que preferían enseñarles de pequeños con el fin de obtener mejores resultados, a él le daba igual, de acuerdo, no le daba lo mismo, no tenía suficiente paciencia para educar a un niño. Por lo mismo, ni se apuraba en buscar esposa. Seamos francos, ninguna hubiese deseado acercarse a un hombre con el rostro desfigurado, por lo mismo, sólo le quedaba aguantar su soledad hasta que su vida terminara abruptamente, eso era lo que él esperaba, no padecer de alguna enfermedad que le hiciera pasar dolor u hambre, nadie se le acercaba si no era para pedirle algún favor de vida o muerte, o para comprar a esos esclavos que lo único que deseaban era matarlo.

Un hombre como ese, sólo tenía su dinero y sus bienes. Tampoco deseaba más. Estaba solo, no le debía nada a nadie, no había sentido nunca atracción por nadie. De hecho, sólo repulsión le provocaban los demás. Que fueran tan “perfectos” eso era lo que no aguantaba. Los culpaba de su propia deformidad y por ello es que no se cansaba de destruir cuerpos ajenos. Incluso había caído en el pecado de alimentarse de algunos de ellos. Prefería no pensar en eso, sino no lo volvería a repetir, pero la carne humana le provocaba cierto placer al momento de degustarla.

Deslizó dos dedos por la vulva de una de las mujeres e hizo presión para averiguar si la misma era virgen o no, ésta se cohibió mas no presentó muestras de dolor al ir un poco más allá, por lo que la separó y siguió buscando hasta hallar unas cuantas vírgenes del total de mujeres que hubo comprado. Ordenó entonces mancharles la espalda con cierta marca, de manera que se distinguieran a simple vista. Ya llegarían a casa a ponerles pesados armatostes que les mantuvieran alejadas de los demás hombres, así también, serían vendidas en precio más alto que a las demás. Ya casi no se encontraban esclavas en esas condiciones de pureza. Sonrió había corrido con suerte, tres vírgenes en un solo lote, eso si que ya casi no se veía en ninguna parte.

Desvió su atención, un carruaje se movía a uno de los costados, los caballos avanzaban por el fango mientras las ruedas dejaban huella inequívoca del sendero que les haría perderse por las callejuelas. Arrugó la nariz, odiaba a esos adinerados, mucho más a los que venían recién llegando de otras latitudes, siempre se le quedaban mirando como lo que era: un adefesio. Toda la vida le habían mirado de distintas formas, la mirada que más odiaba era la de lástima. Sin embargo, qué se podía hacer si todos le compadecían por nacer con el rostro con forma tan horrenda.

Chasqueó los dedos y comenzó a caminar lentamente, ya los demás se hacían cargo de revisar los grilletes y de halar de ellos con el fin de obligar a los nuevos esclavos a seguirlos. Los niños iban delante de los mayores con el fin de protegerlos, los perros y los ladrones siempre trataban de sacar mejor parte del transporte de los más desposeídos, así los latigazos se hicieron escuchar cuando los hombres más fuertes intentaron buscar libertad por sus propios medios, pensaban que con echar a correr las cadenas reventarían y podrían escapar, no obstante, no contaban con que la misma acción arrastrara a todo el grupo con ellos y cayeran de bruces contra el barro; sólo se ganaban buenos azotes y sus espaldas decoradas con surcos sanguinolentos que le cruzaban la espalda de costado a costado.

“Señor” Fue la voz de su esclavo más cercano la que llamara su atención y le obligara a girar para ser testigo de tamaño escenario. Respiró hondo y dejó las cadenas de los infantes a manos de ese hombre con el fin de ir por los infames. Agarró el látigo y rodeó con él el cuello del que había entorpecido la caminata para levantarlo a varios centímetros del suelo - ¿Quieres libertad? – susurró, la voz silbaba entre sus dientes como gruñido del viento. El rostro del esclavo se retorció entre dolor por ser ahorcado y por las facciones de su nuevo dueño, ahora que los débiles rayos lumínicos bañaban sus facciones se delataban sus imperfecciones y el esclavo comenzaba a entender el destino que le había tocado – Pórtate bien… o sabrás lo que significa la libertad para ustedes – lo dejó caer antes de abrirle parte de la espalda con un solo golpe del látigo, que actuó cual cuchillo caliente sobre la margarina, rebanando parte de la piel del prisionero.

El alarido se hizo escuchar y un relámpago caía en el medio de la bahía – Arriba – gruñó cogiendo al problemático por el pelo para obligarle a avanzar.

Ahora todos se movieron más rápido, más seguros de querer llegar a donde le indicaban sin hacer ningún intento por escaparse. Así le gustaba, sonreía animado, el mismo cielo le ofrecía un respiro. La lluvia siempre había considerado como un regalo del Cielo. A pesar de todo, la misma limpiaba la ciudad, liberaba a la misma de tanto hedor a podredumbre, al mismo hacinamiento de la ciudad. Tanta gente congregada, tanta gente con sus deposiciones que no se iban, sino que allí quedaban, en las calles mientras las enfermedades brotaban como animalitos silvestres que se alimentaban de los que vivían en las calles.

Azotó nuevamente el látigo en el barro y todos se apuraron - ¿Por qué no han sacado los fragmentos del cadáver aún? – preguntó a uno de sus esclavos que caminaba tras suyo.

“Porque aún debe asistir el senescal de la ciudad para indicar la causa de la muerte”

Fue la respuesta que obtuvo. Alguien había sido atacado por animales hambrientos, eso le pareció a él, eso debía haber sucedido, quién más que él sabría cómo matar a una persona, quién mejor que él sabría qué parte del cuerpo humano era la más sabrosa. Un animal que había brotado de la nada para ejercer poder sobre los que compartían su historia. Esos mismos que él castigaba por recordarle su pasado.

Después de unos cuantos minutos, llegaron por fin a la residencia de tan amable comerciante. Los “novicios” fueron bañados y encadenados en una habitación aparte de los que estaban antes que ellos, serían revisados más exhaustivamente por el dueño antes de acomodarlos en los lugares que sería su hogar hasta que alguien los comprara.

Así, regresó a la hoja de papel para anotar la mercancía que acababa de arribar. Caligrafía casi perfecta, bastaba con que sirviera para pagar los impuestos correspondientes, así como el diezmo de la Iglesia.

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