domingo, 12 de septiembre de 2010

Alejandro (2)



No es que sintiera placer en castigar a aquellos que se encontraban en situación disminuída, sólo le atraía el hecho de que aprendieran a respetarlo, a verlo como superior, a someterse ante la mirada del que les proveía de techo y comida. Un poco de respeto no le venía mal a nadie, mucho menos a alguien que con tan pocos dones del Señor había resistido a una vida dura y de sacrificios. Conocía de cerca aquella forma de vida, muchos de los esclavos terminaban siendo tratados como parte de la familia a lo largo de los años, en cambio él, sólo le quedaba contentarse con continuar en aislamiento por lo horrendo de su rostro. Sabía que era justo el castigo al que estaba siendo sometido, puesto que sus padres debían haber pecado demasiado, alguien debía cancelar las deudas de aquellos en vida, ¿cierto?

La fusta resbaló de sus dedos para caer entre las heces de los esclavos, allí donde la misma sangre se acumulaba y cuajaba, para luego homogeneizarse con los desperdicios humanos que barridos eran por los esclavos que ya actuaban más sumisos, esos mismos que por su fuerza de voluntad habían acabado con vida y estaban listos para la venta, ya sin casi heridas que fueran de gran importancia.

Regresó hasta su oficina no sin antes dirigirse al ala donde mantenía ocultos a los niños. Esos mismos que revisaba de vez en cuando en busca de alguna huella que indicara algún perjuicio para su negocio. Por lo mismo, para evitar enfermedades, los mantenía con el cabello muy corto, a las niñas y a los hombrecitos, calvos como si fuesen pequeños monjes. De ese modo, los piojos no serían problema, los mantendría limpios para cuando alguien llegara en busca de uno de los más ansiados. También los más caros.

Arrastró a uno de los niños hasta un costado y le ordenó desnudarse. Una vez que el niño hiciera caso deslizó uno de sus dedos por sus diminutos genitales ordenándole levantar la pierna para poder apreciar mejor su cuerpo. El pequeño retrocedió asustado y eso que aún no veía el rostro del hombre que le analizaba como un grandioso científico, sólo deseaba averiguar la morfología de aquellos cuerpos mutilados. Resultaba ser que el niño era de descendencia judía, su cuerpo denotaba la marca de nacimiento. Sonrió entonces cuando sus dedos lograron localizar la cicatriz y le soltó – Vístete – estaba oscuro ese cuarto y por lo visto bastante sucio.

Mandó por implementos de aseo y les hizo comenzar a ordenar la celda, como era natural, los niños corrieron ante sus órdenes, sentían más respeto que los mayores, tal vez terror, por ello mismo sabían que no debían molestarle o sino él se los llevaba y ya no regresaban. Ese era el castigo, no saber qué sucedía con los que le hacían molestar. Algunos decían que el hombre se comía a los niños, eso era lo que los más grandes les contaban a los menores por la noche. Para que hicieran caso.

¿Cómo sabían si no era cierto?

La manera en que el pelirrojo acariciaba sus mejillas daba que pensar, mucho más la manera en que deslizaba sus dedos gruesos por las piernitas, la forma en que los miraba, el no saber la razón por la que los mantenía bien alimentados y observaba cada noche a los esclavos de su propiedad acicalar a los infantes. Resoplaba con el rostro semi cubierto, los niños aún no sabían la razón porque el dueño se ocultaba de esa forma, por ello era que trataban de no hacerle enojar. Tanto misterio, tanto miedo que provocaba y aún sin que Alejandro hiciera ademán con el fin de provocar tal estado.

Regresó luego a su oficina, tan tranquilo como alegre, sentía que hacía un bien a esos pequeños, mantenerlos alejados de tanta desazón. Respiró hondo y luego buscó la pluma para relatar algo en aquella lámina de papel que aún esperaba por sus notas. Terminó de anotar y dejó allí todo a la espera de que se secara la tinta.

Con la mano empujó la cortina y notó que el día clima había cambiado, nuevos goterones pendían desde el cielo como cortina inhóspita hacia los que venían llegando en el navío cercano a la costa.

Avanzó hasta un rincón y sostuvo el abrigo pesado de cuero que llevó hasta sus propios hombros, así lo movió ágil cual paño de raso que pendió pronto de sus hombros y la capucha pesada como abultada cubrió sus facciones – Hora de salir a catear la nueva mercancía – el silbido de entre sus dientes salió y así la puerta gruesa de madera cedió para darle la pasada. Tras él uno de los esclavos más avezados le siguió como un can tras su dueño mientras éste le indicaba avanzar en línea recta cuidando de sus pasos.

Llegaron así a orillas del mar, precisamente a la playa, donde comenzaban a desembarcar todo tipo de mercancía, en especial la de esclavos, esa misma que él estaba revisando, los dientes, los músculos como si se tratara de bestias de carga.

Muchas caras nuevas, esclavos, pasajeros. Gente importante, así mismo polizones de dudosa proveniencia.

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