lunes, 13 de septiembre de 2010

Alejandro (4)



Y punto final. La tinta escurrió libremente por la pluma en descenso lento que llegó a mancillar el trozo de papel aún límpido. Sonrió, el día había sido provechoso, ahora sólo bastaba ir por algo de comida para en la tarde estar lleno de energía al recibir a los clientes ávidos de bienes de primera calidad. El regateo no era lo suyo, era bien conocido por tener buenas piezas, casi de colección. Por lo mismo cobraba sustanciosas sumas de dinero que llegaban para alimentar las arcas del hombre que casi ni gastaba lo que tenía en su poder. Al ser soltero y sin familia, nadie podía hacerse del dinero que poseía, mucho menos de sus vienes que trataba con recelo, casi como un anciano decrépito. Si es que no se había convertido en ello a tan temprana edad.

Ahora se apartaba del mueble lustroso que mantenía en orden los pocos rollos de papel que mantenía enrollados. Se quitó el abrigo pesado y lleno de lodo para colgarlo en su lugar mientras los largos mechones bermejos caían a los costados del rostro, se deslizaban por los hombros y espalda del hombre como riachuelos sanguinolentos, hermosa pigmentación que en él sólo aportaban más características poco placentera para el ojo ajeno. Ya ni se miraba al espejo, había tenido uno hacía varios años. Era un lujo que muy pocos podían darse, mas él teniendo tan horrendo rostro, sólo pudo traerle miserias, hizo de él miles de fragmentos que el mismo lodo se ocupó de ocultar.

Cuán placentero aroma le hubo inundado de gratos pensamientos y sonidos extraños a la altura de su abdomen, almuerzo. La mujer en traje de arapos venía a informar a su amo de que la comida estaba preparada para él, su mirada inclinada hacia el suelo permaneció en todo segundo, ya bastaba con haberle mirado a la cara cuando hubo llegado con el fin de no buscar nunca más ese rostro desfigurado. Así pasaban los días, lentos y en orden, la vida de la esclava estaba asegurada hasta que tuviese fuerza para pelar las verduras y faenar los animales que le daba de comer a su propietario.

El agua se escuchó verter en una fuente mientras las fuertes pisadas se acercaban, así las manos dispuso bajo el chorro de la jarra sostenida por la mujer de edad. El líquido frío caía lento por sus nudosas manos que se frotaban tranquilas una contra la contraria, una barra tosca de jabón hizo su aparición y pronto la espuma escandalosamente se mostró. Nuevamente se hundieron las manos en el agua y ya sacudió un poco para que la mujer le acercara un trozo ancho de tela que hacía las veces de toalla – Gracias… - la voz tosca del hombre se hizo sonora para indicarle con este gesto que estaba preparado para que ella sirviera el estofado que se cocinaba en la cocina a leña.

Otro leño metió a la estufa y se retiró de allí para ir a tomar asiento en ancha mesa exenta de algún tipo de mantel que le cubriera. Las manos plantadas sobre los nudos de la madera, arrastraba una de ellas quitando las pocas migas que hubiesen quedado acumuladas, y pronto ya su plato humeante llegaba a posarse cual mariposa para que él se deleitase con tan buen aroma desbordando en dirección de sus fosas nasales. Inspiró profundo con los ojos cerrados y así bordeó la cuchara antes de tomarla. Sólo la mitad se llegó a hundir en el plato para moverle en círculos hasta que un poco de lo contenido allí llevó hasta los dientes. No había labios por lo mismo más cuidado debía tener al momento de comer. Soplaba con cuidado y luego tentaba con la punta de la lengua antes de dejar resbalar la comida al interior de su cavidad bucal.

El tiempo transcurrió, ya había almorzado y ahora andaba en las afueras de su propiedad dando órdenes de que limpiaran los patios contiguos a la vivienda, pronto llegarían los clientes y él debía presentar a los nuevos esclavos. Ahora sólo debía ir a chocarlos por sí mismo, ya sus hombres debían haberlos revisado, no obstante, siempre el dueño debía estar en todo con el fin de confirmar el buen estado físico de cada uno de los animales que vendía. No le gustaba que luego volvieran con problemas que nunca existieron. Ya no devolvía el dinero, mucho menos recibía de regreso a los que alejaba de su techo.

Una vez que las instalaciones estuvieron listas, el dueño entró a hacer revisión dental y ocular a sus esclavos. Primero las mujeres. Así fue separándolas por edad y estado (ya sea virgen o no). Las que terminaban la revisión, eran llevadas al exterior, desprovistas de vestimenta, encadenadas a la estructura de madera dispuesta para tal exposición. Las que tenían más valor estaban atrás con el fin de que no se acercaran mucho, sólo las examinarían los que tenían el dinero como para pagarlas. A las niñas, por ser infantes, sólo se les permitía tocarles el rostro, el resto del cuerpo permanecía sin vestimenta con el fin de que apreciaran sus infantiles cuerpos libres de heridas o de alguna clase de enfermedad, pero, no se les permitía tocarles, para nada.

Luego los hombres. Siempre se resistían más que las mujeres, pero después de ciertas demostraciones de poder por parte de los cuidadores, ya no necesitaban más de violencia. Se dejaban revisar como les placiera al dueño y sus asistentes.

Así mismo, fueron encadenados de manos y piernas a los postes, así también del cuello. No faltaba el que deseaba morder el rostro del futuro comprador. Los nativos de otras latitudes, en especial los ladrones y presidiarios de otras tierras eran reacios a cooperar, por lo mismo se les mantenía firmemente sostenidos de grilletes que no escatimaban en gastos para aferrarlos a la esclavitud.

Preparados todos, en sus puestos, dejaron abrir los grandes portones de madera y los perros fueron encerrados para permitir al distinguido ingresar a la gran exposición de hermosos ejemplares, recién aseados y acicalados con el fin de realzar su belleza, en el caso de las mujeres, y su fortaleza, en el caso de los hombres.

- Buenas tardes – parco saludaba el hombre aún con su rostro semi cubierto con el fin de no espantar a los buenos señores que venían con bolsas llenas de monedad de otro que pronto se sumarían a las arcas que mantenía.

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