miércoles, 15 de septiembre de 2010

Alejandro (6)



Con solícito afán mecía los dedos ligeros cual tentáculos sobre la rugosa lámina de papel en la que con justo detalle dejaba todo anotado, entregaba un documento donde se estipulaba la condición del esclavo y que no había devolución de ninguna clase. Por lo que el dueño se sometía a la completa potestad del individuo a comercializar. Aún con el cliente apostado frente a su persona, de cara a cara mientras terminaba de rellenar la forma y ambos estampaban sendas rúbricas, por el rabillo del ojo visualizaba oscuro manto avecinarse, mas no hizo movimiento brusco ni adelantó palabrotas. No gustaba que se aglomeraran cual tropa de animales o esclavos personas que se hacían pasar por nobles caballeros. Puercos insensatos animados por el celo que calentaba sus entrepiernas, en busca de buenas esclavas que apagaran el fuego que traían hacía meses por no ser capaces de atender a sus esposas. No lo iba a saber, las esclavas jóvenes y bonitas eran las más rápidamente adquiridas. Si hasta llegaban a los puños con el fin de ver cuál de ellos sería quién la cubriría. Los primeros años, le pareció en exceso violento y agresivo, mas pronto halló en el acto aquel jolgorio y burla de la propia humanidad rebajada hasta lo más básico, el instinto animal que se superponía por sobre la etiqueta y mucho peor, por sobre la religiosidad.

Ahora y de la nada unas cuantas monedas amarillas llamaban su atención que no fue más que una mirada furtiva hacia el dueño del manto ennegrecido y para su extrañeza, con algunas manchas marrones, color que conocía de muy cerca, el mismo las tenía, dispersas por el abrigo que tan antiguo y rasgado se hallaba por los contornos que llamaba más la atención por las costuras grotescas con las cuales remendaban las esclavas su vestimenta. No sonrió y si lo hubiese hecho tampoco aquel hombre hubiese detectado el ademán de burla, ¿con simple tres monedas esperaba una atención oportuna? Negó en silencio y luego desvió la mirada hacia aquel que cerraba el trato y una bolsita de monedas de plata depositaba junto a su mano siniestra. El saludo de rigor antes de que se alejara de él acompañado de dos de sus hombres que arrastraban cual cánido atado de pies y manos a la mujer, aquella que se debía preparar para su primera vez en cualquier esquina de la residencia de su nuevo amo. Señorita, no… un utensilio más de la casa, después de desfogonar a su propietario debía atender rigurosamente las tareas que le encomendase la esposa del mismo, a ver si no se encontraba en triángulo y la dueña de casa terminara por partirla en dos con un hacha. Bonito espectáculo por cierto, bonito espectáculo.

Y así como ni caso prestara al eclesiástico bien ataviado en sus cuantiosos mantos, sintió e peso de algo golpear su mesa. Su rostro anguloso llevó hasta la faz contraria con el movimiento sereno de sus orbes casi albos que cayeron justo donde buen túmulo de monedas descansaba enredadas en el interior de fina tela. Alzó una ceja, le miró tranquilo. Ya uno de sus hombres se adelantaba para cogerle cariño a ese montón de dádivas de los feligreses cuando movimiento repentino de una gruesa mano cogió el machete aún clavado en la madera y partió uno de los dedos del violador de tan sacra presentación ante él. A pesar de tan noble causa que le llevó a protestar de manera tan violenta, no pudo evitar manchar la mesa de tinta roja, los pliegues de papel, así como las monedas del religioso.

Levantose molesto en ese instante y de un empujón le hizo caer a él y a tres más que se encontraban a su paso – ¡A la otra, no habrá compasión si vuelves a posar tus manos en cosas de Dios! – ladró estático cual can apunto de atacar, mas sus labios no se mostraban, de hecho, ni los poseía, sólo un rostro desfigurado, eso era su cruz, la arrastraba por los pecados que pensaba poseer. En el religioso aparte del dinero que éste portaba, veía además una manera de salvar su pecaminosa alma, tan pecaminosa que hasta en su cuerpo se demostraba la fealdad de su espíritu. Inclinó entonces el rostro y con leve movimiento de sus dígitos postró silenciosa ofrenda de respeto hacia el Señor – Todo el tiempo del que desee nuestro Padre – susurró con calma ante las miradas atónitas de sus hombres.

Raudo cogió el pañuelo para atraerlo y que no quedase a libre albedrío de aves rapaces. Alguien comenzaba entonces a entonar alaridos, buscaba ser atendido con urgencia, lo mismo de siempre, de seguro se le había elevado la temperatura y necesitaba de una mujer. Miró a sus secuaces y estos acudieron al movimiento de cabeza, atenderían a tan animado comprador, mientras más la deseara, más ganaba el pelirrojo. Sonrió acomodando la tela que jugueteaba a rozar la mitad de su rostro inclusive la nariz aguileña. Giró, pesado y tan alto como un árbol de gruesas ramas que ofrendaba asilo a todo el que estaba en rededor, mas Alejandro no era una blanca paloma a la que todos se acercaran debido a lo espléndido de su mirada y arrullo celestial, más bien se alejaban y aterraban cada vez que eran testigos de su marca.

Fijó en el hombre de baja estatura y cubierto de luto la mirada antes de mecer su mano en presta invitación a seguirle de cerca – Venga Padre… - ya la tosca vestimenta comenzaba a mecerse, arrastrando el lodo por donde pasaban, tal vez como una aplanadora que dejaba buen camino para que el más bajo avanzara, quién dudaría ahora en darle espacio a Alfred para que caminara tan libre como había nacido, lejos de empujones, de codazos y pisotones. Ahora le miraban desde distancia, con respeto e incluso se inclinaban ofrendando respetos a su atuendo, a lo que significaba, a su mirada que por más que intentara endulzar, muy lejos estaba de ser límpida y casta.

Llegaron así a la parte trasera de la casa, donde el anfitrión se apuró en abrir una puerta que diera acceso al interior – Pase usted – susurró empero su gesto sonó tétrico, miradas ajenas aún clavadas en la pareja, murmullos evidentes denunciaban tal vez malos pensamientos que pudiese llevar a efecto el hombre. Una mirada desvió hacia aquellos y sólo negó antes de entrar tras el contrario. Cerró y el estruendo hizo que los sirvientes al interior saltaran en sus puestos, comenzaron a correr, se sentía la incomodidad de ellos, parecían aterrados de que el dueño llegara antes de tiempo. Algo pasaba. No obstante, desvió su caminata diaria por las instalaciones de la casa para ir hacia una pequeña sala que casi nunca ocupaba. Sillones cómodos y una mesa ridículamente pequeña decorada con un ramillete de flores, hermosas.

Invitó al religioso, con movimiento sagas, a que tomara aposentos en el mejor lugar. Prosiguió su caminata hasta acomodarse en una silla más firme que pudiese con toda su humanidad – Usted dirá Padrecito… ¿con qué fin un religioso llega a mi humilde morada si no es para el castigo divino? – acomodado como vil truhán, desviaba la mirada por senderos que no debía, intrusear entre pliegos miles hasta ahondar en la figura contraria, de seguro era delgado, mas por la forma en que caían sus túnicas, debía tener buenas caderas. No lo pensaba de mala forma, más bien como la costumbre que tenía de analizar los cuerpos que cercanos tenía.

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